jueves, 30 de diciembre de 2010

EL ARBOL QUE NO AMA de Germán Pardo García

EL ÁRBOL QUE NO AMA

Así: vara gramínea que trunca se rompe.
Así: mujer yacente sobre unos fríos paños.

Amor no me inclinaba a rozar tus mejillas
con mis dedos arbóreos.
Los hombres-árboles ignoramos el amor. Y soy costra,
raíces, carnario ranúnculo.
Amor no fue. Un instinto vegetal solamente.
Una vaga conciencia de roble flexionándose
sobre algo que fue suyo: las hojas, la seca semilla.

Así rocé tu cuerpo, su lumbre de extinguidos relámpagos,
de rescoldos distantes.

Y te amé, subyacente, como el árbol que no ama.

martes, 21 de diciembre de 2010

FUNERALES DE MI PADRE de Germán Pardo García

FUNERALES DE MI PADRE


Al frente de tus verdaderos funerales
caminaba con lentitud un potro entristecido.
Venados sementales conducían el féretro
y te daba su protección una escolta de nubes.
Así, padre, agricultor, agreste caudillo magnánimo,
saliste de la vida para ingresar a un mundo
de sordas voluntades y fúnebres cosechas.
Un mundo apenas sensible al peso de la luz y a los luceros actuantes,
mas receptor potente del carbono
y organizador de toda vegetal arquitectura.
Es verdad que en las antiguas catedrales se enlutaron los órganos
para llorar por ti yacente.
Es verdad que un minuto de silencio
cruzó como huracán secando tu enérgica ceniza.
Pero tus funerales legítimos pasaron
con su escuadrón atónito de verdes estandartes,
al pie de un bosque azul, cerca de un valle colonizado
por cuchillos de atletas leñadores,
y bajo el sol cargado de sílices violentos.

No te despedías, no, de primaveras excitantes
en su anular asalto de sueños rojos y de espumas altas.
No te despedías, no, de vientos insaciados,
ni del zumbido labidental de las colmenas
circunvalando casas y árboles.
Ibas a conocer la vida con tu rostro, ya levemente subte­rráneo,
en sus mismos orígenes;
allá donde los ojos son aguas ciegas que aún ignoran
la rotación de las imágenes,
y las manos oscuras formas que empiezan a moverse
dotadas de raíces
ávidas de tocar volúmenes que están sobre la tierra.

Tu voz congregodora de rebaños
no estaba ausente. El eco montañoso
guardábala en su pecho de piedra carcomida.
Y en el instante en que tu ser tocaba
la arcilla para ser un huésped misterioso
de todo lo que se hunde, para siempre,
la soltó como viento inolvidable
que hizo temblar las cumbres, estremeció cavernas
y levantó cervices de bestias que escucharon
el último alarido del proscrito.

Dejaste testimonios de ti que sólo un hombre
salubre como tú nos lega y nos confía.
Parcelas cultivadas; almácigos; columnas;
terrenos de reserva y acequias entregándose.
Dejaste tu bastón unánime de mando;
tu rústico sombrero; tus botas de campaña
y el libro de botánica rural en que leías.

Así tus funerales que presidió la tierra
y emocionó con su lamento un río.
Ninguna esclavitud acompañándote.
Tan sólo libertad de tierra y cielo.
Desde entonces yo miro con amargura la montaña
del lado en que partiste.
Quedó en su verde flanco vacío semejante
al que abren los encinos patriarcas de la selva
cuando su enorme cuerpo se desploma.

Todo fue grande y puro para tu firme tránsito.
No la consumación sino el comienzo.
Jamás la sumisión sino el dominio.
Las hostias vegetales elevándose
en custodias de greda incombustible.
El ladrillo quemándose en los hornos
para cubrir tu noble sepultura.
La claridad del universo defendiéndote
de toda oscuridad en el espíritu.
Y allá, muy lejos, sin poder mancharte,
los territorios donde el hombre aguarda
ser desclavado de su cruz de acero,
no por arcángeles falsarios o nubes penitentes,
sino por un ejército de caras musculares
que en sus hombros conduce las banderas agrícolas.

Así fue tu trabajo afirmativo:
calcular el rendimiento de los surcos
que han de llenar las venideras trojes.
Ser piloto del aire que disuelve
la tempestad y brinda la llanura
como un estadio ante el brutal galope.
Ser un arado, un yugo, una coyunda,
y conocer como silvestre obrero,
más que el espacio la potasa arbórea;
más que la luz el corazón del trigo.

Y porque fuiste así, rotundo y fiel a tu sabiduría agraria
opuesta a la disgregación y al exterminio;
porque solías reposar en pieles de cordero
o en maderas mullidas con manojos;
porque bebiste el agua en cálices de barro
y te sentaste a humilde mesa sin manteles;
porque tuviste mansedumbre de humanizado toro
y voluntad conquistadora;
porque te desbordaste como río sobre el terrón hambriento;
porque fuiste conductor de aserradoras gentes
y zapador de sedentarias minas,
yo te proclamo capitán adusto
de estirpes labradoras y pecuarias;
me interno en las montañas que amaste; corto un gajo,
el más lleno de zumos y resinas,
y construyo con él una espada de roble
que dejo entre tus manos de campeón dormido.

jueves, 16 de diciembre de 2010

VEJEZ DE UN HÉROE de Germán Pardo




Esta vez no fue al campo de las grandes batallas.
Desalojado estuvo de allí su hermoso cuerpo
de estremecidas ancas y musculado tórax.
Taciturno camina por la tierra de nadie.
La tierra ha vuelto a ser de nadie.
Él lo entiende y camina por la tierra de nadie.
Tal vez oye el clamor de insólitos clarines
y el galopar de la caballería.
Sus crines están blancas y él es un héroe oscuro.
Les roe a los caminos raquítica pastura.
Detiénese
indeciso,
y se regresa
y se va por la tierra que volvió a ser de nadie.

Asciende a una colina para ver el crepúsculo,
ese gran compañero del hombre solitario
y de la bestia sola.
En sus cansados ojos quizá vagan imágenes
de rápidos lanceros y libres pabellones,
y el sol prende en su pecho un brillo adusto,
semejante al estigma de las crueles victorias,
y al esplendor de agónicos retablos
donde habitan figuras suplicantes,
doradas por el fuego del martirio.

YO NO SOY UN SOLDADO de Germán Pardo García

YO NO SOY UN SOLDADO

Yo no soy un soldado. Yo no soy un soldado.
Cuando los batallones que volvieron, o van a la guerra,
cruzan por las ciudades y asorda el golpe del tambor,
yo estoy entre las gentes más humildes confundido, viendo atónito
los estandartes y la deslumbradora fusilería;
entre las gentes más humildes confundido,
viendo los batallones desfilar.
Yo no soy un soldado. Yo no soy un soldado.
Alguna vez en mis evasiones trasatlánticas,
vi un acorazado lleno de rumorosa infantería partir.
Sus cañones iban a bombardear abedules y pueblos.
Batían el talud las olas cual multitudes amotinadas.
La confusión del mundo estaba en cruz.
Y sentí descender sobre la oscuridad otra oscuridad más densa,
cuando el acorazado zarpaba lentamente hacia la destrucción.
Yo no soy un soldado. Yo no soy un soldado.
Mi espíritu no tiene zonas arduas ni planisferios iracundos.
Soy un país apenas defendido por álamos y tilos.
Creo en la resurrección de los ruiseñores,
y con profundas manos alfareras
construyo en las orillas del rocío
universos de alondras y cristal.
Yo no soy un soldado. Yo no soy un soldado.
¡Cómo entender la sangre que mancilló la sien de las estrellas
y la inmisericordia del huracán, o de algo que en los hombres
es semejante al huracán.
Mi heroísmo es de brisas y de nubes magnánimas
y caigo de rodillas cuando la luz padece.
Tal vez soy de luz misma, o la conduzco y la defiendo
desde la consternada simplicidad de mi corazón civil.
Yo no soy un soldado. Yo no soy un soldado.
Mi ansiedad es un ciervo que el sonido emociona.
Viva playa
que un grupo de comandos apróntase a invadir.
La tierra en esas costas tiene intenso color de piel humana
y el valle se confía como ciudad abierta.
Los inocentes árboles en el pecho lucen su hoja escapulario
y los pequeños cereales son de ternura y amistad.
Yo no soy un soldado. Yo no soy un soldado.
Mas, cual los capitanes que en la sombra enumeran
los rostros de sus héroes al fulgor de indeciso vivac,
salgo nocturno y solo a recorrer mis campos de batalla
y a colocar en el sepulcro de lo Desconocido
invisible corona,
mientras un clarín de acentos sumergidos, imaginarios,
toca para mis muertos anónimos postrera marcha funeral.
Yo no soy un soldado. Yo no soy un soldado.
Cuando los batallones que volvieron o van a la guerra
cruzan por las ciudades y asorda el golpe del tambor,
yo estoy entre las gentes más humildes confundido, viendo atónito
los estandartes y la deslumbradora fusilería;
entre las gentes más humildes confundido,
viendo los batallones desfilar.

YO SOY AQUEL de Germán Pardo García


No me juzguéis porque mi cuerpo duro
de intensas cicatrices limpio se halla.
Yo soy el que está muerto en la batalla.
El trucidado contra el torpe muro.

Perdí las manos y vivir procuro
sin pies y caminar por donde estalla
diariamente el dolor del que se calla
para sobrevivir solo y oscuro.

Yo soy el jardinero ametrallado.
El pobre jornalero que resiste
siempre a su yugo mineral atado.

No me juzgues por mí, tú que me oíste
cantar sobre el azul acantilado.
Soy aquél hombre comunal y triste.

NOCTURNO MENOR de Germán Pardo García

NOCTURNO MENOR

He olvidado. Es verdad. He olvidado con extraño olvido.
Hay hombres que olvidan como lo hacen todos los seres,
y apenas si vuelven los rostros para ver lo que amaron o aman.
En ellos está escrita la palabra nunca,
o siempre,
y ¡adios! les gritan desde acantilados tempestuosos.
Atrás sufren habitaciones con esfigies que luego se borran.
En las paredes ocultos rastros y en las páginas de los libros
flores que viven existencia de disecada sangre,
con olor a disueltos jardines y a cutáneos aromas.
Yo nada tengo que olvidar. En mi casa no hay ausentes
que habiten
el cuerpo de las horas.
No hay señales de seres amados y las páginas
de mis libros antiguos carecen de fechas como algunos
sepulcros.
Detrás de mí no quedan bosques más hermosos cuando el otoño
con las últimas lluvias del verano los lava.
Cuando yo muera no habrá recuerdos míos custodiándome
ni devolverán las aguas tanta cosa mía hundida.
Aun así olvido. Lo siento mientras escribo este nocturno
como un ciego que pinta con carbón su nombre en las murallas.
Olvido. Es verdad. Olvido extrañamente
y cuando salgo en busca de cuerpos y de formas
para recordarlos,
revivirles
y amarles,
camino entre la sombra y las piedras se vuelven
como algodón negro que se hunde debajo de mis plantas.

sábado, 4 de diciembre de 2010

MANOS DE UN HOMBRE de Germán Pardo García

MANOS DE UN HOMBRE


Manos de las tormentas, pero mudas;
del silencio tapiado, pero activo;
quitándole al segundo fugitivo
tiras de nervios, crápulas desnudas.

En la sombra, contráctiles, ganchudas
como hambrientas tarántulas, cautivo
dejan mi corazón imperativo,
de su silencio y amenazas rudas.

Siempre en el arrebato y cabalgantes;
insaciadas, me sirven para cosas
inmundas o sublimes de la vida.

Manos sordas y ciegas y escarbantes;
profanando paredes misteriosas;
buscando una evasión, una salida.

SABIDURÍA de Germán Pardo García


De mi sabiduría es lo más alto
lo que más sumergido en mí trabaja:
aliento pulmonar que sube y baja,
moléculas de oculto sobresalto.

No entendería el estelar asalto
que da a las nubes su estupenda faja,
si no fuera el cuchillo con que taja
la tiniebla su fúnebre cobalto.

Me afianzo en lo proclive cual demiurgo
de los hoyos, ¡oh Abismo taumaturgo
que en mis paredes cósmicas retumbas!

Lo que sé de la vida y su grandeza,
lo aprendí de mi pávida certeza
de tanto caminar entre las tumbas.

TEMOR DE LOS SENTIDOS de Germán Pardo García


TEMOR DE LOS SENTIDOS

Nuestros fieles sentidos ¡cuánto fallan!
¡Qué miedo a ver el fondo cerebral!
¡Qué espanto a oír lo que los labios callan!
¡Qué temor a las bestias que batallan
sepultas en la célula sexual!

HALLAZGO DE LA VIDA de Germán Pardo García

HALLAZGO DE LA VIDA
Si escuchas un rumor como de muchos ríos confederados
que descendieran por duros cauces hacia el mar unigénito;
o un bajo ruido igual al de la zapadora larva
cuando barrena su lento cárcamo,
soy yo buscándote, vida, en tus construcciones plenarias
y en tu resistencia de barro imperecedero.
Todo mi ser muscular, óseo, te ansía y te asedia.
Mi sangre en ti desemboca por térmicos estuarios
y se confunde con tus materias grises
y con los núcleos celulares
que distribuyes en los ojos de los albatros y en las hiedras.
Como una roca trabajada por el mar desde hace siglos, siento
desprenderse y fluir líquidos bloques
de un talud interior que se desintegra.
Encerrado entre venas y rojos estambres
de caudal impelente,
oigo sufrir frenéticos residuos
de cosas soñadas por mí fuera del tiempo.
Son mis volúmenes abstractos, mis apariciones truncas
o eslabonadas a mis sacrificios,
mientras escombros originales arden en la oscuridad
como dorados combustibles.
Y si miras crecer ávidas varas
con raíces y musgos antropomorfos,
es mi substancia, vida, que anticipándose a las
transformaciones,
se vuelve vegetal para ceñirte
como lo hacen las fibras en la selva,
abrazándose a ti con ansiedad de tribus del subsuelo;
con su pasión feraz y su exterminadora vigilia
de pueblo vertical que no descansa,
levantando los verdes muros
de una ciudad batida por el aire
y encadenada al trueno,
que en las tinieblas desploma sus ruinas de carbón apagado.

Te busco, vida, con mi actitud frontal y opuesta
al viento divisor.
Con mi profundidad de mina que no ama,
pero que aloja un mundo de sorda maravilla.
Con mis grandes y tempestuosas superficies de nieve
habitadas por corpulentos osos blancos.
Con mi rostro de monolito que yacía sepulto
y volvió de los senos de la tierra
con un dolor incógnito tallado en las miradas.
Y te busco en las espirales de niebla
que suelen adherirse a las cúspides rocosas
como el pensamiento de un hombre purificado por las alturas,
y pasar ante el sueño de los pájaros
y el nivel natural de las lagunas,
con lentitud de espuma de la brisa
que conduce en sus iris migratorios
el molde sin orillas de un espíritu. Quiero ser por ti, vida, no el arbusto desarraigado
que la potencia del terreno viste
de oscuro esparto y corrosiva lama.
Débil en él la luz se crucifica
y las evoluciones geológicas se pudren
en su palidez de falsaria flor.
Deseo la raíz nervuda como brazo sagitario;
tronco toral guardado por sólida corteza;
ramas donde las hojas proclamen la jerarquía del bosque
y punta imanadora de infinito,
para atraer la furia del sol, los diques de las nubes
y el silencio de formas adorantes
sumidas en los cúmulos nocturnos.

Si es necesario, vida, que para hallarte forme de la nada
sitios en donde exista mi propia primavera,
desde mi autónomo continente
puedo crear hosco universo
con mares agresores circundándole;
canteras como torsos contraídos;
estructuras de sal atormentada,
y un comienzo de hundida primavera
comunicándoles desde abajo a las cosas
agobiador poder.

Si he de invocar el otoño benévolo para hallarte,
me basta alzar los ojos y las primeras hojas amarillas
entregan al mundo las claves de sus mustios labios.
El otoño ha estado siempre conmigo, vida.
En él te puedo hallar.
En él te ansío ver.
En él te quiero oír.
Hay una indisoluble consonancia
entre el otoño y mi espíritu.
Entre el otoño y yo no fluye el tiempo
ni se destiñen sus azules linos.
En el otoño amé a una mujer magnánima
que se alejó de mí bajo sus nubes.
He leído en él como en un cuaderno de antiguas estampas
muchas profundas cosas del alma y de la tierra,
y he escrito en el otoño suaves palabras transparentes
que tal vez alguien recuerde un día después de mí.

Para encontrarte, vida, exploro
no ya tus tiernas semejanzas en que mis dedos tocan
tu madurez como en la carne de la vid
sino las partes ásperas,
las primitivas zonas
donde el estaño y el granito sueñan
con la hermosura orgánica del hombre.
Orbe misterioso
que siempre me ha llamado desde su angustia física,
haciéndome señales con su luz de carburo;
incitándome a amarle con sonidos menores,
y descubriendo su magnitud yerta,
que algo tiene de trágico y divino.

Te busco hasta en la muerte que gobiernas
con el orden total de tus designios.
Oh, multiplicadora de todos los números.
Oh, cantidad indivisible.
Mas, ¿qué pueden, respóndeme, los ébanos mortuorios
contra la eternidad de tus criaturas?
y la disgregación de las moléculas,
¿qué puede, respóndeme, contra la fuerza de tus vínculos?

No he podido mirarte pues te ocultas
debajo del enigma de tus máscaras.
Un día en la ribera de un gran río
te presentí por la primera vez.
En torno mío había un crecimiento
irregular de formas y de plantas.

Sentíase un asalto creador
salir de las entrañas del planeta,
como si el fuego céntrico escapara
por los heridos bronquios de un volcán.
Tuve miedo de ti, de tu grandeza;
de tu estatura cósmica; del ímpetu
generador que surge de tus climas,
y pensé en la súbdita muerte,
para depositar en sus horizontales cápsulas
de colmena que reposa en la noche,
la soledad que impones, ¡oh, vida siempre habitada!
al ser que huye de ti cuando apareces
detrás de tus violentos atributos.

Otro día ante el mar de azules integrales
y galopes de internos hipocampos,
te presentí por la segunda vez.
Bramaba el mar como soberbio toro,
empujando escuadrones de barcazas,
poblaciones enteras de pelícanos,
colonias putrefactas de moluscos,
macizas formaciones de coral
y bancos de cangrejos y tortugas.

Volví a palidecer con tu inminencia,
¡oh, vida de propósitos enormes!
impulsadora de los cataclismos
que sufre el mar cuando su seno lanza
islas llenas de seres embrionarios
y mórbidos reptiles,
atónitos ante la propagación de la luz.

Y te he de hallar uniendo los kilómetros
de todas las distancias;
en mí o en los abismos planetarios;
en las pasividades del otoño;
en las oxidaciones de lo físico;
en la insurrección de los elementos;
en la integridad de las piedras sepulcrales
y en los naufragios que recuerde
la memoria del mar.
¡Oh, tú, la verdadera y la enemiga!

ADAN DIGNIFICADO de Germán Pardo García

ADAN   DIGNIFICADO


¡Derrúmbense las aras, y Adán, del paraíso
salga triunfal, no echado cual un paria al que hiere
la soberbia del cielo rencoroso! ¡Es preciso
que si tu carne sufre, que si tu raza muere,
ya dejes de gritar: es porque Dios lo quiso!,
y empieces a exclamar: ¡es porque Adán lo quiere!

La lucha del humilde, para que sea el piso
menos duro a sus plantas, y el pan que consiguiere.
La victoria de Adán que se lanza insumiso
contra la inmensidad, la fuerza que tuviere,
sus tránsitos, su angustia, su dolor manumiso,
¡es porque Adán lo quiere, es porque Adán lo quiere!

viernes, 26 de noviembre de 2010

LEYENDO A BAUDELAIRE de German Pardo García, recitado por Manuel Menassa y Virginia Valdominos







LEYENDO A BAUDELAIRE


Es esta para mí una de las noches más tristes
                                     [ y crueles del mundo
Baudelaire con sus ojos estúpidos
torcidos por la sífilis; Baudelaire con sus ojos de brujo
maligno, me está mirando fijamente desde un libro de
                                                                            [ luto.
Llegó arrastrándose a mi casa, hemipléjico y zurdo.
Baudelaire llegó a mi casa después del crepúsculo,
a la hora en que salen los dementes murciélagos
                                                          [ nocturnos.
Le dije: señor, se equivoca. No le conozco. Ya está
                                                                     [ oscuro
y esta casa se extingue a las seis de la tarde,
cuando me aíslo como una araña en su telar profundo.
Y Baudelaire me dijo: es a usted al que busco.
Al que se aísla cuando los primeros pájaros se guarecen
ante la inminencia del terror y los ruidos confusos.
Al arácnido en sombras pervertidas oculto.
Y la baba caía de los labios de Baudelaire
comidos por la sífilis, lascivos y convulsos.
Vengo a su casa porque usted conoce, como yo, la
                                                [ orfandad y la pena.
Yo lo he sentido clamar por su madre dormido
como gritan los sonámbulos, los hombres siempre solos
desde su inválida niñez. Es a usted al que busco.
Yo lo he visto golpear estérilmente los impasibles muros
de la orfandad, preguntando por el nombre de su madre,
esa que usted tiene ahora fotográficamente en lo turbio
de esta casa con flores malditas.
Es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Y Baudelaire atáxico me miraba con sus ojos estúpidos.
Y gritaba y gritaba con la tenacidad babeante del idiota:
es a usted al que busco, es a usted al que busco.
A usted lo amó la sífilis. La he visto reptar sobre su
                                                                     [ cuerpo
con sus gusanillos minúsculos
royéndole las células nerviosas, las celdillas cerebrales
con las que usted escribe; partiéndole los músculos
con los que usted trabaja, y la vertebral columna
con la que sostiene su cuerpo, cual otra columna de
                                                                      [orgullo.
Es ella la que excita sus prodigiosos dedos
para que no reposen. Diosa blanca y verdugo.
Ella le rinde imágenes fantásticas, sonidos misteriosos
que sólo usted escucha, paraísos conclusos.
Después de la muerte en las cenizas de sus huesos
estará el treponema proclamando su triunfo.
Yerto de horror, de crápula, de espanto,
miraba yo a Baudelaire, el hemipléjico, el intruso,
que seguía gritándome y gritándome y gritándome:
es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Salga usted de mi casa, le dije elevando mis gritos
y elevando con furia los puños.
Voy a echarle a ese perro
que custodia mi sueño proclive y mi sueño fecundo.
Y él seguía gritando y gritando diabólico y lúgubre:
es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Al huérfano, al solo, al que siente el fulgor de la sífilis
cruzar cual sombrío relámpago por sus ojos impuros.
Al que ama la carne podrida del burdel y el sepulcro,
como amé a Jeanne Duval, deforme y perversa.
Es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Y un desorden sublime cayó sobre mi casa reducida
como un corazón sin ternura. Y crecía el insulto
tremendo y la baba del atáxico horrible.
Y en mi rostro cayó su saliva asquerosa, su esputo
de locura y de fuerza perseguida por el Mal sin
                                                          [ descanso.
Y crecía y crecía el desorden de mi casa y cayeron los
                                                                           [ libros
y Las Flores Del Mal por el suelo en desorden y
                                              [ volaron las mesas
en divino desorden y el incendio quemó las columnas
y el agua que bebo inundó de mi alcoba la calma,
y el sol que me ilumina desde un cuadro de Van Gogh
                                                                [ desprendióse
del lienzo y se echó sobre mí como un tigre iracundo.
Quise escribir: ¡ Piedad ! pero las manos desobedecieron,
y la palabra ató mi lengua con asfixiantes nudos,
y era mi cuerpo un tronco devorado por la demencia
                                                          [ que en la sífilis
incuba sus corpúsculos,
hasta que un águila sorda se lleva nuestro espíritu,
y el cuerpo se nos queda rezagado, concluso,
como estoy yo esta noche de crueldad indecible,
mientras el hemipléjico grandioso me grita sin saciarse:
¡Es a usted al que busco, es a usted al que busco!

jueves, 25 de noviembre de 2010

EPITAFIO PARA LA HUMANIDAD de Germán Pardo García




       
EPITAFIO PARA LA HUMANIDAD


                                                            Año 10.000
                  
Estos montes que veis son la crianza
de aquella humanidad, luz del pasado.
Fue grandiosa y terrible. Simboliza
su destino esta llama que agoniza
sobre un mundo por ella ensangrentado
.

                                                               



ULTIMO SOL SOBRE LAS CUMBRES de Germán Pardo García


ULTIMO SOL
SOBRE LAS CUMBRES

Te comparo con el último sol sobre las cumbres.
Si desaparecieras no sería para mí suficiente
que en la tolerancia de la sombra
principiaran a manifestarse llamas que sólo desear puedo.
Tú existes al alcance de este confuso cuerpo mío,
seguro ya de su desasosiego y de su carne
por las estrellas multiplicada.
Circulas próxima a los sitios donde ciego te escucho
brillar, porque es tu luz de ruidos alucinantes
lo que oigo desde mi ofuscación interna
parecida a los cautiverios de la noche.
Cuando en la precipitada trayectoria de mis cauces
descubro complementos míos como tú, constituida
de cosas vinculadas tercamente al espacio y la tierra,
aíslo para recordarlo
figuras sostenedoras de pesos y cantidades;
palabras conectadas con el peso del mundo;
iras que luchen entre sí como vertientes
generadoras de la más legítima naturaleza.
Por eso a ti, incrustada en las escarpaduras de mi cuerpo solo,
mujer casi luz sólida, te identifico llamándote,
por la sensación física de remota hoguera que me causas
y por el deslumbramiento en que me envuelves,
último sol sobre las cumbres.
Yo, americano, tengo que interpretarte tumultuosamente.
Blanco soy pero mi espíritu se tiñe
de sepia silencioso
y de trágicas deidades estoy lleno.
Nací como los ríos
sin más noción que la de su fuerza amazónica.
Crecí con la libertad de los caballos en sus travesías.
Aprendí a mirar siempre a la distancia como los buitres.
La noche me presiona con su oscura lámina de cantera
marcada por jeroglíficos enormes.
He padecido hasta dar mi sangre al sacrificio.
En mi agitación hay algo sobrehumano
y algo deforme en mi reposo.
Por eso a ti cobriza como la tez de vencidos pueblos;
con tu expresión de ídolo contemplándome en sorda calma
y exhalando de ti lento rescoldo
acelerado por combustiones amarillas,
te llamo como a uno de los fenómenos de la tierra,
último sol sobre las cumbres.
Al verte por primera vez, en el antecolor de tu cara
noté un dolor antiguo afianzándose a los poros,
como la oxidación del sulfato
a las moléculas del cobre.
Tu cara de lejano horizonte indígena
con dos verdes y elípticas lagunas.
Lo inexorable de los rostros americanos
latente en las cerámicas de olvido;
la sacratísima unción del misterio
que no se toca nunca ni se dice;
la resistencia al llanto que no fluyó jamás y está en los bosques
convertidos en hierática escultura.
Por la noche los ojos estatuarios
vierten irremisibles lágrimas de arena.
Y la lectura de los astros en páginas de jade,
al pie de los adoratorios y las tumbas;
y la quietud como una flor hipnótica
que todavía crece en las manos andantes
del hombre de América.
Todo estaba escrito en tu cara de sacramentales ángulos,
que un día yo llamé “valle de la amargura”,
por su dolor central apenas manifestado
detrás de un tierno abrigo de salvias aborígenes.
Allí también la clave púrpura de los himnos de guerra;
los nupciales pregones
y la aflicción de las músicas monótonas.
El culto a la independencia de las águilas,
al cuerpo del mar
y la gratitud a las gramíneas.
La adoración del tigre;
la invocación al viento;
las danzas a la lluvia;
los triunfos al verano
y la idolatría al sol sexual actuante
sobre el moreno panteísmo de las gentes
constructoras de símbolos de oro.
Esa pasión solar en ti despierta
el día en que mirando hacia la tarde me dijiste:
¡Yo soy como los fuegos trágicos que amas!
¡Como el último sol sobre las cumbres!
Si lo que me pertenece con la posesión del instinto,
se disgrega y mis actos abandona,
suelo orientarme en la soledad por el olfato,
como los seres primitivos
en busca de su procreación o de sus presas.
En los selváticos almizcles presiento
como el antílope el peligro.
Conozco la madurez del heno a la distancia
y el bálsamo carnal de los dátiles.
Aspiro en la noche el clima cósmico
y me invade algo de la eternidad.
Así llegué a tu ser cual un gran siervo solitario
a los contornos de su hembra:
atraído por las emanaciones de la especie
que fluyen sin cesar unidas
al concentrado olor de las cortezas y las pieles
protectoras de frutas y de faunas.
Quise evolucionar para que mi espíritu fuera
solamente atmósfera tuya; deshabitarme
de otras figuras aéreas que he amado: astros continuos
o migratorios, corazones cometarios
que palpitan con sístoles y diástoles inmensas;
repentinos enlaces de la luz en las sienes del mundo;
apariciones de la nieve rotatoria en el espacio
como el algodón sobre la tierra.
Todo ese mundo mío de estructuras distantes
donde mi espíritu cumple revoluciones matemáticas
en torno del Sol.
Quise acrecentar la estatura de mi carne
hasta dejarla sin apariencia de hombre, en actitud de roca
erguida contra lo que amenace destrucción.
Una de esas montañas oscuras
que únicamente aclaran al crepúsculo,
y retenerte allí por un momento, ¡oh, sed de mis tinieblas!,
consumando nuestra unión en las alturas más solas,
en ese instante de contrición y aniquilamientos dinásticos
en que desaparece el último sol sobre las cumbres.
Quise entregarte mis vacíos
por donde a veces cruzan islas como veloces barcas
que a bordo llevan tripulación de nubes,
rojas espumas de calientes mostos
y ecuatorial repercutir de cánticos.
Yo soy el capitán de esas naves corsarias,
atormentadamente fugitivas.
¡Qué puede mi entusiasmo y qué mi espíritu
contra este mar de horror en que navego!
En las orillas crecen grupos de cocoteros y de plátanos
que dan al aire su explosión de vida.
Pero yo soy el capitán sombrío
que estandartes de cólera acaudilla.
Perdí mi amor más alto al desterrarte
lejos de mí a nocturnos archipiélagos,
y allá voy entre gritos de soberbia,
como barco sin brújula a estrellarme
contra los arrecifes de la muerte.
Tú pudieras alzarme a tu espejismo
donde abundan esteros y coronas.
Restituirme al centro de mis imaginaciones puras
y disminuir este clamor que me hace trepidar
como al zócalo de una metrópoli martirizada,
donde murieron vírgenes y atletas campeones.
A pesar de ti otro hermético mundo me llama.
A él subo a contemplar como un conquistador olvidado,
banderas derrotadas y llanuras ya sin ejércitos,
desde un monte casi humano que recibe
y transforma en insignia de su angustia,
la soledad del último sol sobre las cumbres.
A pesar de ti otro hermético mundo me nombra.
Yo lo escucho movilizarse en torno
de mi silencio andino,
con mi sagacidad de bestia acostumbrada
a oír la evolución de hundidas formas
y el ruido de las larvas apoderándose de los muertos.
Ese ha sido mi estrago: separarme
de lo más puro y explorar abismos,
para volver del fondo de mi infierno
con aridez de corrosivas marcas.
Acércate a mis líquidos derumbes
y probarás la sal de las marismas.
Óyeme hablar y sentirás el vértigo
de las constelaciones que interrogo.
Mírame al centro de los ojos verdes
y encontrarás el odio del pantano.
No soy del orbe tuyo en que sazonan
continentes de trigos y naranjas.
Soy de la oscuridad, de lo más hondo
del frenético piso americano,
y si aclara en mi espíritu es con todos
los desórdenes y los desequilibrios
de un cielo huracanado cuando baja
el último sol sobre las cumbres.
Hay en mi alma trágico designio
que me enfrenta a las sombras y a las ruinas.
Mi resistencia fúnebre es más grande
si una noche de lágrimas me asiste
y un suelo cataclísmico me apoya.
De allí salgo a proclamar mi creencia en un Dios gigante
y bárbaro,
creador de la Fuerza y de hombres
que resisten el desplazamiento de una estrella
y el volumen de la mayor angustia combatiéndoles.
Hombres que pueden contemplarle de pie en las cordilleras
y entre relámpagos oírle.
Almas para la vida de las cúspides
y el trance agobiador de la hermosura.
Ese es mi Dios. Y cuando padezco y cuando amo;
cuando siento la oscuridad o la negación de la esperanza,
quisiera estremecerle con titánico alarido;
de soledad como la mía circundarle
y con nubes enormes invadirle.
Que no me oyera nunca suplicatorio,
sino móvil y enérgico y fecundo.
Atormentado sí porque deseo
mi victoria final contra el espacio,
y desaparecer como una imagen suya y semejanza;
sólo tal vez, humanamente solo,
como el último sol sobre las cumbres.
Aquí estoy con mi seguridad de caverna
alojando tu voz que te adelanta
como el rumor al salto de las olas.
Se van días y días y otros días y días,
y nada se ve de ti ni se oye ni se entiende.
Observo desde azules promontorios
por si algún signo amado te descubre.
Y es verdad. Allá vuelves de la ausencia
encendiendo los arcos ponentinos.
Tu ardor como la antorcha de luceros
que viven del hidrógeno y del calcio,
no palidece nunca ni se gasta.
Yo me incendio también para esperarte
y de fulgor galáctico me visto.
El instantáneo cruce de nuestras órbitas principia
y el alterno dolor de nuestros diálogos,
porque los dos no somos sino el grito
de las separaciones infinitas.
Te llamé desde un valle corporal y tranquilo, me dices.
Y respondo: en la noche cruzaban dinamismos eternos.
Era que yo te hablaba de una estirpe de vida, respondes.
Otro mundo de llamas existía, te digo de nuevo.
Pude ser el contacto más vital de tu sangre, me dices.
Y te digo otra vez: me agitaban dinamismos eternos.
Era yo que te hablaba del calor de la tierra, respondes.
Y te digo: cruzaban satélites y esplendores y sueños.
Era yo que pasaba convocándote al mundo, me dices.
Otro mundo de llamas existía, respondo de nuevo.
Con raíces de sangre yo te busco en la tierra, suplicas.
Con la sed del espíritu yo te aguardo en el tiempo.

viernes, 19 de noviembre de 2010

NACIMIENTO DEL POEMA de Germán Pardo García


NACIMIENTO DEL POEMA

Va a nacer el poema en este instante.
Cuando se rompa un círculo y mis dedos
se vuelvan panorámicos y suden.
Cuando el gas encendido de la estufa
dibuje en la cocina un sol extraño,
y el salmón y las ostras modifiquen
la imagen vegetal de la lechuga.
Cuando pliegue los ojos y unas lágrimas
latentes se desprendan de mis párpados.
Cuando el mar se retire de mi alcoba
y alcance a ver las lúnulas del fondo,
tú, que observas el suave movimiento
de mis manos confusas y agitadas
al trazar la semblanza del análisis,
elúdete fugaz por esa cripta
de cisco azul y ruiseñores verdes,
que a un locutorio de agua te conduce.

Va a sentirse un estruendo, un estallido,
una luz de potencia sobrehumana,
la furia de un enorme juramento,
cuando escriba al declive de un instante
la sílaba final de este preludio.

El poema es así: nace terrible
cuando escindida la palabra muere.