viernes, 26 de noviembre de 2010

LEYENDO A BAUDELAIRE de German Pardo García, recitado por Manuel Menassa y Virginia Valdominos







LEYENDO A BAUDELAIRE


Es esta para mí una de las noches más tristes
                                     [ y crueles del mundo
Baudelaire con sus ojos estúpidos
torcidos por la sífilis; Baudelaire con sus ojos de brujo
maligno, me está mirando fijamente desde un libro de
                                                                            [ luto.
Llegó arrastrándose a mi casa, hemipléjico y zurdo.
Baudelaire llegó a mi casa después del crepúsculo,
a la hora en que salen los dementes murciélagos
                                                          [ nocturnos.
Le dije: señor, se equivoca. No le conozco. Ya está
                                                                     [ oscuro
y esta casa se extingue a las seis de la tarde,
cuando me aíslo como una araña en su telar profundo.
Y Baudelaire me dijo: es a usted al que busco.
Al que se aísla cuando los primeros pájaros se guarecen
ante la inminencia del terror y los ruidos confusos.
Al arácnido en sombras pervertidas oculto.
Y la baba caía de los labios de Baudelaire
comidos por la sífilis, lascivos y convulsos.
Vengo a su casa porque usted conoce, como yo, la
                                                [ orfandad y la pena.
Yo lo he sentido clamar por su madre dormido
como gritan los sonámbulos, los hombres siempre solos
desde su inválida niñez. Es a usted al que busco.
Yo lo he visto golpear estérilmente los impasibles muros
de la orfandad, preguntando por el nombre de su madre,
esa que usted tiene ahora fotográficamente en lo turbio
de esta casa con flores malditas.
Es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Y Baudelaire atáxico me miraba con sus ojos estúpidos.
Y gritaba y gritaba con la tenacidad babeante del idiota:
es a usted al que busco, es a usted al que busco.
A usted lo amó la sífilis. La he visto reptar sobre su
                                                                     [ cuerpo
con sus gusanillos minúsculos
royéndole las células nerviosas, las celdillas cerebrales
con las que usted escribe; partiéndole los músculos
con los que usted trabaja, y la vertebral columna
con la que sostiene su cuerpo, cual otra columna de
                                                                      [orgullo.
Es ella la que excita sus prodigiosos dedos
para que no reposen. Diosa blanca y verdugo.
Ella le rinde imágenes fantásticas, sonidos misteriosos
que sólo usted escucha, paraísos conclusos.
Después de la muerte en las cenizas de sus huesos
estará el treponema proclamando su triunfo.
Yerto de horror, de crápula, de espanto,
miraba yo a Baudelaire, el hemipléjico, el intruso,
que seguía gritándome y gritándome y gritándome:
es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Salga usted de mi casa, le dije elevando mis gritos
y elevando con furia los puños.
Voy a echarle a ese perro
que custodia mi sueño proclive y mi sueño fecundo.
Y él seguía gritando y gritando diabólico y lúgubre:
es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Al huérfano, al solo, al que siente el fulgor de la sífilis
cruzar cual sombrío relámpago por sus ojos impuros.
Al que ama la carne podrida del burdel y el sepulcro,
como amé a Jeanne Duval, deforme y perversa.
Es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Y un desorden sublime cayó sobre mi casa reducida
como un corazón sin ternura. Y crecía el insulto
tremendo y la baba del atáxico horrible.
Y en mi rostro cayó su saliva asquerosa, su esputo
de locura y de fuerza perseguida por el Mal sin
                                                          [ descanso.
Y crecía y crecía el desorden de mi casa y cayeron los
                                                                           [ libros
y Las Flores Del Mal por el suelo en desorden y
                                              [ volaron las mesas
en divino desorden y el incendio quemó las columnas
y el agua que bebo inundó de mi alcoba la calma,
y el sol que me ilumina desde un cuadro de Van Gogh
                                                                [ desprendióse
del lienzo y se echó sobre mí como un tigre iracundo.
Quise escribir: ¡ Piedad ! pero las manos desobedecieron,
y la palabra ató mi lengua con asfixiantes nudos,
y era mi cuerpo un tronco devorado por la demencia
                                                          [ que en la sífilis
incuba sus corpúsculos,
hasta que un águila sorda se lleva nuestro espíritu,
y el cuerpo se nos queda rezagado, concluso,
como estoy yo esta noche de crueldad indecible,
mientras el hemipléjico grandioso me grita sin saciarse:
¡Es a usted al que busco, es a usted al que busco!

jueves, 25 de noviembre de 2010

EPITAFIO PARA LA HUMANIDAD de Germán Pardo García




       
EPITAFIO PARA LA HUMANIDAD


                                                            Año 10.000
                  
Estos montes que veis son la crianza
de aquella humanidad, luz del pasado.
Fue grandiosa y terrible. Simboliza
su destino esta llama que agoniza
sobre un mundo por ella ensangrentado
.

                                                               



ULTIMO SOL SOBRE LAS CUMBRES de Germán Pardo García


ULTIMO SOL
SOBRE LAS CUMBRES

Te comparo con el último sol sobre las cumbres.
Si desaparecieras no sería para mí suficiente
que en la tolerancia de la sombra
principiaran a manifestarse llamas que sólo desear puedo.
Tú existes al alcance de este confuso cuerpo mío,
seguro ya de su desasosiego y de su carne
por las estrellas multiplicada.
Circulas próxima a los sitios donde ciego te escucho
brillar, porque es tu luz de ruidos alucinantes
lo que oigo desde mi ofuscación interna
parecida a los cautiverios de la noche.
Cuando en la precipitada trayectoria de mis cauces
descubro complementos míos como tú, constituida
de cosas vinculadas tercamente al espacio y la tierra,
aíslo para recordarlo
figuras sostenedoras de pesos y cantidades;
palabras conectadas con el peso del mundo;
iras que luchen entre sí como vertientes
generadoras de la más legítima naturaleza.
Por eso a ti, incrustada en las escarpaduras de mi cuerpo solo,
mujer casi luz sólida, te identifico llamándote,
por la sensación física de remota hoguera que me causas
y por el deslumbramiento en que me envuelves,
último sol sobre las cumbres.
Yo, americano, tengo que interpretarte tumultuosamente.
Blanco soy pero mi espíritu se tiñe
de sepia silencioso
y de trágicas deidades estoy lleno.
Nací como los ríos
sin más noción que la de su fuerza amazónica.
Crecí con la libertad de los caballos en sus travesías.
Aprendí a mirar siempre a la distancia como los buitres.
La noche me presiona con su oscura lámina de cantera
marcada por jeroglíficos enormes.
He padecido hasta dar mi sangre al sacrificio.
En mi agitación hay algo sobrehumano
y algo deforme en mi reposo.
Por eso a ti cobriza como la tez de vencidos pueblos;
con tu expresión de ídolo contemplándome en sorda calma
y exhalando de ti lento rescoldo
acelerado por combustiones amarillas,
te llamo como a uno de los fenómenos de la tierra,
último sol sobre las cumbres.
Al verte por primera vez, en el antecolor de tu cara
noté un dolor antiguo afianzándose a los poros,
como la oxidación del sulfato
a las moléculas del cobre.
Tu cara de lejano horizonte indígena
con dos verdes y elípticas lagunas.
Lo inexorable de los rostros americanos
latente en las cerámicas de olvido;
la sacratísima unción del misterio
que no se toca nunca ni se dice;
la resistencia al llanto que no fluyó jamás y está en los bosques
convertidos en hierática escultura.
Por la noche los ojos estatuarios
vierten irremisibles lágrimas de arena.
Y la lectura de los astros en páginas de jade,
al pie de los adoratorios y las tumbas;
y la quietud como una flor hipnótica
que todavía crece en las manos andantes
del hombre de América.
Todo estaba escrito en tu cara de sacramentales ángulos,
que un día yo llamé “valle de la amargura”,
por su dolor central apenas manifestado
detrás de un tierno abrigo de salvias aborígenes.
Allí también la clave púrpura de los himnos de guerra;
los nupciales pregones
y la aflicción de las músicas monótonas.
El culto a la independencia de las águilas,
al cuerpo del mar
y la gratitud a las gramíneas.
La adoración del tigre;
la invocación al viento;
las danzas a la lluvia;
los triunfos al verano
y la idolatría al sol sexual actuante
sobre el moreno panteísmo de las gentes
constructoras de símbolos de oro.
Esa pasión solar en ti despierta
el día en que mirando hacia la tarde me dijiste:
¡Yo soy como los fuegos trágicos que amas!
¡Como el último sol sobre las cumbres!
Si lo que me pertenece con la posesión del instinto,
se disgrega y mis actos abandona,
suelo orientarme en la soledad por el olfato,
como los seres primitivos
en busca de su procreación o de sus presas.
En los selváticos almizcles presiento
como el antílope el peligro.
Conozco la madurez del heno a la distancia
y el bálsamo carnal de los dátiles.
Aspiro en la noche el clima cósmico
y me invade algo de la eternidad.
Así llegué a tu ser cual un gran siervo solitario
a los contornos de su hembra:
atraído por las emanaciones de la especie
que fluyen sin cesar unidas
al concentrado olor de las cortezas y las pieles
protectoras de frutas y de faunas.
Quise evolucionar para que mi espíritu fuera
solamente atmósfera tuya; deshabitarme
de otras figuras aéreas que he amado: astros continuos
o migratorios, corazones cometarios
que palpitan con sístoles y diástoles inmensas;
repentinos enlaces de la luz en las sienes del mundo;
apariciones de la nieve rotatoria en el espacio
como el algodón sobre la tierra.
Todo ese mundo mío de estructuras distantes
donde mi espíritu cumple revoluciones matemáticas
en torno del Sol.
Quise acrecentar la estatura de mi carne
hasta dejarla sin apariencia de hombre, en actitud de roca
erguida contra lo que amenace destrucción.
Una de esas montañas oscuras
que únicamente aclaran al crepúsculo,
y retenerte allí por un momento, ¡oh, sed de mis tinieblas!,
consumando nuestra unión en las alturas más solas,
en ese instante de contrición y aniquilamientos dinásticos
en que desaparece el último sol sobre las cumbres.
Quise entregarte mis vacíos
por donde a veces cruzan islas como veloces barcas
que a bordo llevan tripulación de nubes,
rojas espumas de calientes mostos
y ecuatorial repercutir de cánticos.
Yo soy el capitán de esas naves corsarias,
atormentadamente fugitivas.
¡Qué puede mi entusiasmo y qué mi espíritu
contra este mar de horror en que navego!
En las orillas crecen grupos de cocoteros y de plátanos
que dan al aire su explosión de vida.
Pero yo soy el capitán sombrío
que estandartes de cólera acaudilla.
Perdí mi amor más alto al desterrarte
lejos de mí a nocturnos archipiélagos,
y allá voy entre gritos de soberbia,
como barco sin brújula a estrellarme
contra los arrecifes de la muerte.
Tú pudieras alzarme a tu espejismo
donde abundan esteros y coronas.
Restituirme al centro de mis imaginaciones puras
y disminuir este clamor que me hace trepidar
como al zócalo de una metrópoli martirizada,
donde murieron vírgenes y atletas campeones.
A pesar de ti otro hermético mundo me llama.
A él subo a contemplar como un conquistador olvidado,
banderas derrotadas y llanuras ya sin ejércitos,
desde un monte casi humano que recibe
y transforma en insignia de su angustia,
la soledad del último sol sobre las cumbres.
A pesar de ti otro hermético mundo me nombra.
Yo lo escucho movilizarse en torno
de mi silencio andino,
con mi sagacidad de bestia acostumbrada
a oír la evolución de hundidas formas
y el ruido de las larvas apoderándose de los muertos.
Ese ha sido mi estrago: separarme
de lo más puro y explorar abismos,
para volver del fondo de mi infierno
con aridez de corrosivas marcas.
Acércate a mis líquidos derumbes
y probarás la sal de las marismas.
Óyeme hablar y sentirás el vértigo
de las constelaciones que interrogo.
Mírame al centro de los ojos verdes
y encontrarás el odio del pantano.
No soy del orbe tuyo en que sazonan
continentes de trigos y naranjas.
Soy de la oscuridad, de lo más hondo
del frenético piso americano,
y si aclara en mi espíritu es con todos
los desórdenes y los desequilibrios
de un cielo huracanado cuando baja
el último sol sobre las cumbres.
Hay en mi alma trágico designio
que me enfrenta a las sombras y a las ruinas.
Mi resistencia fúnebre es más grande
si una noche de lágrimas me asiste
y un suelo cataclísmico me apoya.
De allí salgo a proclamar mi creencia en un Dios gigante
y bárbaro,
creador de la Fuerza y de hombres
que resisten el desplazamiento de una estrella
y el volumen de la mayor angustia combatiéndoles.
Hombres que pueden contemplarle de pie en las cordilleras
y entre relámpagos oírle.
Almas para la vida de las cúspides
y el trance agobiador de la hermosura.
Ese es mi Dios. Y cuando padezco y cuando amo;
cuando siento la oscuridad o la negación de la esperanza,
quisiera estremecerle con titánico alarido;
de soledad como la mía circundarle
y con nubes enormes invadirle.
Que no me oyera nunca suplicatorio,
sino móvil y enérgico y fecundo.
Atormentado sí porque deseo
mi victoria final contra el espacio,
y desaparecer como una imagen suya y semejanza;
sólo tal vez, humanamente solo,
como el último sol sobre las cumbres.
Aquí estoy con mi seguridad de caverna
alojando tu voz que te adelanta
como el rumor al salto de las olas.
Se van días y días y otros días y días,
y nada se ve de ti ni se oye ni se entiende.
Observo desde azules promontorios
por si algún signo amado te descubre.
Y es verdad. Allá vuelves de la ausencia
encendiendo los arcos ponentinos.
Tu ardor como la antorcha de luceros
que viven del hidrógeno y del calcio,
no palidece nunca ni se gasta.
Yo me incendio también para esperarte
y de fulgor galáctico me visto.
El instantáneo cruce de nuestras órbitas principia
y el alterno dolor de nuestros diálogos,
porque los dos no somos sino el grito
de las separaciones infinitas.
Te llamé desde un valle corporal y tranquilo, me dices.
Y respondo: en la noche cruzaban dinamismos eternos.
Era que yo te hablaba de una estirpe de vida, respondes.
Otro mundo de llamas existía, te digo de nuevo.
Pude ser el contacto más vital de tu sangre, me dices.
Y te digo otra vez: me agitaban dinamismos eternos.
Era yo que te hablaba del calor de la tierra, respondes.
Y te digo: cruzaban satélites y esplendores y sueños.
Era yo que pasaba convocándote al mundo, me dices.
Otro mundo de llamas existía, respondo de nuevo.
Con raíces de sangre yo te busco en la tierra, suplicas.
Con la sed del espíritu yo te aguardo en el tiempo.

viernes, 19 de noviembre de 2010

NACIMIENTO DEL POEMA de Germán Pardo García


NACIMIENTO DEL POEMA

Va a nacer el poema en este instante.
Cuando se rompa un círculo y mis dedos
se vuelvan panorámicos y suden.
Cuando el gas encendido de la estufa
dibuje en la cocina un sol extraño,
y el salmón y las ostras modifiquen
la imagen vegetal de la lechuga.
Cuando pliegue los ojos y unas lágrimas
latentes se desprendan de mis párpados.
Cuando el mar se retire de mi alcoba
y alcance a ver las lúnulas del fondo,
tú, que observas el suave movimiento
de mis manos confusas y agitadas
al trazar la semblanza del análisis,
elúdete fugaz por esa cripta
de cisco azul y ruiseñores verdes,
que a un locutorio de agua te conduce.

Va a sentirse un estruendo, un estallido,
una luz de potencia sobrehumana,
la furia de un enorme juramento,
cuando escriba al declive de un instante
la sílaba final de este preludio.

El poema es así: nace terrible
cuando escindida la palabra muere.

LIBROS de Germán Pardo García

LIBROS


Comprendí todos los leales libros que tuve entre las manos.
Los leí con pasión y divina furia,
con raudal entusiasmo.
Después, cautelosamente y en silencio,
ya comprendidos y cerrados,
en sus estantes, ¡nobles solios!
se quedaron
inmóviles,
soñando,
como al anochecer en los ramajes
las mariposas y los pájaros.
¡Vivas criaturas en reposo!
¡Libros de mi explorar, libros amados!
Uno tan sólo permanece abierto,
sin comprender, a orillas del espanto.
No pude penetrar en sus enigmas.
¡Libro extraño!
De todos los que tuve,
¡el inhumano!
¡El libro de mi ser, sus hojas duras,
su aridez, su incandescencia, su rechazo!
¡Y así se queda para siempre abierto,
sobre la mesa en que trabajo!



PODERIOS de Germán Pardo García

PODERÍOS

Cuando mi sangre esclava deje de moverse
como una onda ciega en torno de mí mismo,
y mis arterias fluyan de sus cauces;
cuando ya no me encuentre con mi presencia,
como un hombre con su sombría imagen
proyectada en la amargura de un espejo;
cuando lance las sílabas de mi nombre
contra la soledad,
con la fuerza de un grito,
y mi nombre se despedace
y no regrese entre los ecos nunca;
cuando todos los caminos que descienden
desde mis poderíos hacia el mundo,
no me devuelvan más la sombra de mi sombra;
y cuando mi conciencia deje de cavar
por dentro sus oscuras galerías,
como larva sepulta en los recintos
helados de un madero,
entonces hallaré las claras vías
que están en mí como en las montañas
hay sendas que conducen a la luz,
y por allí he de irme a contemplar
la desnuda presencia de las cosas;
la maravilla unánime del mundo
y el corazón activo de los hombres.
Pero todas mis sendas se devuelven
y en mi unidad sus números confunden.
Caminos que no avanzan, vías de asolación
por donde todo paso retrocede.
Mientras afuera, sobre el mundo, hay pájaros
en las frutales ramas del estío,
dentro de mi una angustia de alas prisioneras
se agita sin cesar contra los muros
que amparan la tiniebla de mi espíritu.

POEMA : PEQUEÑA BIOGRAFIA DE UN HOMBRE CONTEMPORANEO de Germán Pardo García

Rosa Puchol y Fernando Ámez
leyendo Pequeña biografía de un hombre contemporánero
en el recital homenaje a German Pardo García, en Madrid




PEQUEÑA BIOGRAFÍA DE UN
HOMBRE CONTEMPORÁNEO


Entre dos guerras deflagró mi vida.
Entre dos apogeos del estrago.


Dos guerras grandes cual el mundo mismo.
Antes de la primera yo fui blanco.


Después de la segunda ya tenía
el color de la pólvora tatuado.


Antes de la primera iba desnudo,
animal inocente por los llanos


frumentales. Después de la segunda,
cota de malla y corazón blindado.


Olía el musgo a semen de leones.
Los arroyos a orines de caballo.


Antes de la primera no tenía
temor del fuego, del rescoldo humano.


Durante la segunda, intensamente
los tuétanos salidos me quemaron.


Pude sobrevivir arrebatándole
a un muerto su rincón. Y así, empujándolo


como a un costal de carcomidos huesos,
lo eché del foso y me escondí en su cárcamo.


Después clamaban a millar de voces
que yo era un resurrecto. Y me apedrearon.


Antes de la primera, humildemente
como se brinda un pan daba la mano.


Después de la segunda la escondía.
Antes de la primera, noble el paso.


El de un hombre sencillo que confiara.
Después de la segunda, brinco largo


de tigre hambriento. Vida bifurcada.
Ni siquiera me duele recordarlo.


Carezco de dolor. No tuve triunfos
ni dignidad y soy uno de tantos


delincuentes que nombran las noticias
cotidianas. Un nadie. Un ser castrado.


Lo demás que pudiera referiros
es aún más torpe, sórdido y extraño.


Intimidad inverecunda y podre.
Mi rostro no es auténtico. Es el falso


que ya todos tenemos; y conmigo
porto un papel. En uno de sus ángulos


mi única dirección. No es verdadera.
Teléfono ficticio y un retrato


lleno de arrugas; máscara de un hombre
deliberadamente equivocado.


Alma y figura, nombre y domicilio,
todo simulación, todo bastardo.


Lo que sé y lo que ignoro y lo que nunca
podré saber. El sueño y lo insoñado.


La inmunda cabellera hasta la espalda.
Un infeliz andrógino barbado.


Mas pudieran valerme estas señales
si algún día vulgar, un día amargo


sin fecha, como hay muchos en la vida;
sin prodigalidad, un día avaro,


yo me muero en la calle como muere
bajo la oscuridad un perro anciano.