jueves, 17 de febrero de 2011

GRANDEZA DEL CORAZÓN de Germán Pardo García


GRANDEZA DEL CORAZON

Partir mi corazón en dos mitades
dad una a la muerte, otra a la vida.
Así estará su entraña repartida
entre una eternidad de eternidades.

Integradlo y sus hondas cavidades
tendrán de nuevo magnitud unida,
porque lo inmenso se alojó en su herida
cual una tempestad de tempestades.

Partidlo y levantad en cada mano
una mitad. Con su sentido arcano
verá la vida que a nacer empieza.

Volvedlo a destruir, sembradle espinas,
y aun con los fragmentos de sus ruinas
a solas reconstruye su grandeza.

viernes, 14 de enero de 2011

RESURRECCION DE PROMETEO de Germán Pardo García

RESURRECCION DE PROMETEO


Yo, el más árido y tenaz explorador del Universo,
estoy firme otra vez sobre la Tierra.
El más sombrío retador de la Divinidad.
Mi solitario espíritu astronauta,
convocado por fuegos dementes,
vuelve a sentir un vértigo de números
arrebatados hacia el infinito
por delirantes armonías,
y mi cuerpo, cual vertical vara de piedra,
en las cristalizaciones de sus puntas
de nuevo hace crecer antinatural rosa de sangre,
alimentada por silencioso desamor
y sostenida en el espacio
por tempestades y contravientos del abismo.

Cuando todavía el mar genitor no llenábase
con bloques de amargura acumulados por el Tiempo
sobre caliginosas rompientes blanquecinas,
ni con sodios desprendidos
de las cenizas y cadáveres;
antes que las raíces alcanzaran
su mayor calibre de arterias expansivas,
ya mis ojos habíanse elevado
con ansiedad a las estrellas,
sepultadas como espinas de coral
en desiertos de inmóviles lagunas.

Caótico poder amenazaba
más allá de la luz y de la sombra,
y un misterioso mundo en formación, ante mi espíritu
erguía su monstruosa adolescencia;
sus lentos vertebrados y anémonas acuáticas;
sus árboles carnívoros; sus ávidas serpientes y rápidos vampiros,
mientras rojos electrones liberados por el impulso
de cáusticas espadas,
estremecían los cimientos de mi estirpe.

A lo lejos un volcán
disparaba con fragor sus átomos plutónicos.
Más lejos otro volcán y a la distancia otro volcán
mirábanse surgir.
Después un gran diluvio y otro despótico diluvio
y una invasión inmensa del mar y otro diluvio,
convertían los suelos en sarcófagos
de verdes brontosaurios y bisontes.

Sentí en mi cuerpo la crueldad de la naturaleza
y la impiedad de lo eterno en el espíritu.
Vi cruzar un relámpago y después otro relámpago
y un trueno resonó como una bestia fúnebre
que galopara detrás de otro relámpago,
 incitándome a la conquista
de las alturas y del fuego,
y en pie sobre telúricas corazas
levanté mi señal de insurrección.

Yo fui el primer caudillo de la tierra;
su primer capitán contra los cielos;
el primer potro enloquecido
de pavor en la noche sagitaria;
el primer río amotinado desbordándose;
la primitiva mano que sostuvo
cadenas de partidos eslabones,
y el primer atormentado agitador
de huracanadas multitudes.

Buitres enormes como negros arcángeles de odio
sometieron mi entraña a su castigo.
Comenzó mi dolor al mismo tiempo
que un mundo de lo trágico nacía.
Mi dolor principió con las edades
primarias de los seres y la tierra,
y más allá.
Desde entonces amé la oscuridad y las batallas
con potencias que subyugan y destruyen,
y alcé mi propia tempestad
contra el sosiego de la sangre
que fluye hacia la muerte sin angustia.

Morí, quizá, pero mi destrucción no fue ese baldío horizonte
donde las cosas son nada más imaginarias
y aún sin el matiz apenas celular de tantas formas en embrión
que esperan el asalto de la vida:
liqúenes adheridos con avidez a las altas rocas
como atributos leves de purísimas nubes,
de penúltimos vientos;
o esos moluscos pequeñísimos
que flotan sonámbulamente,
perdidos entre la falsa luz y el acre bosque
de sumergido y sedentario oscuro mar.

Morí, quizá, y lo inerte mío sepultándose
fue cual viga de roble
que se hunde en las escarpaduras geológicas
a rudos golpes de martillo.
Así fue mi muerte, ¡oh, débiles que lloráis
al pie de los sepulcros,
olvidando que son calderas
de sordas energías,
y broncos, avasalladores monumentos
blindados con yertas planchas
de vigorosa cal!

Así fue mi destrucción: ultraje de celestes llamas
a troncos de violentos combustibles,
y a solidez de cósmicos metales
asedio de temperaturas infinitas.
Manos incandescentes le dieron a mi cuerpo
resplandor de coléricas antorchas,
y chispas a las cisternas de los ojos,
parecidos a la combustión del acetileno
cuando funde paredes siderúrgicas.

La muerte me dio toda su potencia de sonidos concéntricos
y la poderosa tierra interior su savia aglutinante.
Ese es el hondo enigma de la tierra y de 1.a muerte:
unir cosas dispersas con firmes ligaduras;
dar a sanguíneos árboles una sola vegetación solemne;
convertir en quietismo la rapidez:
en misterio la voz;
y la suprema claridad
en atmósferas de profunda contraluz.

Desencarnó mi espíritu y sus sienes
ardieron como selvas habitadas
por águilas logarítmicas que llevan
soles azules en las garras
y elípticas en sus plumas directrices.
Viajé sobre sus sueños absolutos
escuchando el crepitar de cúmulos gigantes,
la aceleración de cifras fotométricas
y el crecimiento de telescópicos guarismos,
hasta caer aniquilado
por tanta inmensidad.
¡Oh, sienes mías calcinadas
estérilmente por los astros!
¡Oh, hermosura de fuerzas destructoras!
¡Oh, mundos matemáticos vacíos!

¿Veis esas rocas ásperas,
catafalcos imprecatorios
colocados por la naturaleza
sobre las cúspides del mundo,
para alojar cenizas de luceros
por choques formidables destruidos?

Ese fue mi sepulcro. En las penumbras
me asistían tormentas y huracanes,
con su voz de criaturas del espacio
desoladas por lúgubres conflictos.
Desde arriba exploraba con el trágico
sentido de las cosas y los muertos,
los combates de rocas inferiores
buscando su final infraestructura;
los gritos de los pueblos y el estrago
de tanta destrucción que solamente
se palpa entre las sombras del sepulcro.

Todavía en memoria de mi cuerpo;
de mi sed ante el mar acumulada;
del acerado anillo que toleran
mis sienes hace siglos y descubre
mi oscura jerarquía entre los mártires,
candente inflorescencia antropomorfa,
en el desierto cenotafio
parece desangrar.

Abandoné silencios y sudarios
y estoy firme otra vez sobre la Tierra.
Mis manos astrofísicas, ya prontas
a levantar pesados materiales,
en el centro de fábricas obreras
impulsan las palancas y motores.
Mi pecho es de metal acorazado.
Mis hombros guarnecidos con escamas
unidas por violentas soldaduras.
Mis pies están calzados con defensas
manchadas de cemento y de petróleo.
Buscadme entre las grandes multitudes.
En el dolor do las naciones
y en la agonía de las razas.
Podréis reconocerme por mi estirpe.
Mi estatura es la misma de los púgiles.
En la cara conservo la rudeza
de suelos y peñascos resistentes
que no logran partir los terremotos,
y una vara de hierro me confiere,
con su brillo de cetro proletario,
dinastía dinámica en el mundo
y fuerza ante la angustia de los hombres.

LOS HOMBRES NUEVOS de Germán Pardo García

LOS HOMBRES NUEVOS


Habéis llegado, hombres nuevos. En las más grandes penumbras,
cuando toda aceleración de la actividad concluye;
en esos instantes en que sosiégase el mundo físico
 y las órbitas lejanas oscurecen
 los nebulares puntos de sus ojos,
escucho ruidos de algo que desarróllase para una vida enorme;
un fragor de misteriosas ciudades subterráneas
que empiezan a crecer a golpes de taladro,
y hundidas sus raíces en bloques de cemento,
mientras la sangre es aún profundidad, asombro y música
imanada a la pulsación de las estrellas.

¡Qué terrible orbe mecánico nocturno! Mi corazón no puede
sino contemplarle con el terror que la materia impone,
y mi conciencia meteórica,
sometida al. temblor de choques dinámicos,
semeja esos luceros
que atraviesan el espacio como antorchas
y convierten masas de sodios cósmicos en lívidas hogueras.
Ese es mi destino: arder entre soles enfurecidos
y girar con el vértigo de los aros metálicos
que aprisionan las válvulas del mundo;
desgastar cual motor trepidatorio
toda una trágica energía.
Tolerar el gran peso de cantidades supremas
y conducir e través de ese doble sueño que las cosas duermen,
la desesperación más honda de mi espíritu.

Habéis llegado y vuestra estatura surge,
como el rostro de los arcángeles satánicos,
de nubes radiactivas y círculos de hidrógeno.
Soportáis arquitecturas
de plataformas planetarias
y flancos de naves proyectiles.
Soñáis con la masa veloz de un áspero satélite
que se alimenta como la ira con ráfagas de fuego,
para invadir los bosques dorados
y las llanuras del sombrío otoño
donde imperan las sienes de Saturno,
con su diadema que le otorga
poder sobre el misterio;
soberbia de hermosura
y majestad en el abismo.

¡Qué humillado el antiguo mar acude a vuestras plantas
debatiéndose ante la destrucción de su grandeza,
y cómo sobre latente cementerio de fósiles cretáceos,
pisos de cal destruye vuestra furia!

La verde rosa del mar,
custodiada por negros escualos
navega hacia el. olvido.
En cada noche muere algo del viejo mar beligerante,
asaltador de malecones y bajeles.
Mas sus espumas ácidas, alternas, migratorias
o encadenadas a la ebullición
que deja el llanto de los peces,
sollozarán por muchos siglos
entre sombras agrupadas con rigor de lienzo expiatorio
sobre el dolor de mares
atormentados por estallidos del infierno.

Habéis llegado a crear el Dios de la Nueva Fuerza
y a destruir los símbolos de la Fragilidad.
Por eso los crepúsculos
parecen ya sangre de cíclopes:
porque vosotros trabajáis con avidez en sordas galerías,
apresurando la explosión que ha de lanzar al. universo
vuestro cuerpo de fulgurantes anticristos,
como flor de caótica amargura
que el mundo sacrifica a los planetas.

¿Sois montañas
que bajo la presión de gigantesca angustia dejaron de crecer,
o precursores de una estirpe de viento que verá caer las pesadas láminas
de la gravitación,
cual destrozados mármoles de sepulcros?
¿Vais a recuperar la primitiva altura
del espíritu,
con vuestro salto atmosférico?
Si es así, llevadme en vuestro carro que deja
relámpagos de carburo detrás de su partida;
arrastradme a la destrucción o la victoria
sobre la inmensidad que aún resiste
vuestro asedio y las últimas batallas;
conducidme a la destrucción o a un triunfo altísimo,
y dejadme compartir vuestro júbilo frenético
el día en que plantéis
las banderas del hombre entre los astros.

Conducidme a la destrucción, ¡adonde sea!,
porque también en mí padece
la furia de un demonio desterrado
que irradia en la oscuridad,
y quiere vivir de nuevo en su nocturno paraíso,
circundado de estrellas condenadas.

Sólo vuestro deseo de partir al infinito
os da jerarquía de pilotos invasores.
¡Qué importa nuestro duelo ante el asalto
que descubre las sendas inminentes!
Vuestra evasión arrancará de sus despóticas urnas
las amarillas caras de los muertos,
con sus viscosas larvas
llenándoles las órbitas vacías, y el pelo acumulándose en las sienes
mojado por sudores nauseabundos.
Y como fuerza de atracción irresistible,
levantará desde las minas
toneladas de acero y de plutonio,
y espaldas de elefantes sepultados
por ensordecedores cataclismos,
adentro de las sólidas canteras.

Vais a partir. Y si es preciso que subyuguéis la vida y la muerte
para dar un impulso a vuestra cólera,
esclavizad la Fortaleza;
destruid el espíritu de los débiles;
incendiad los baldíos ojos de los que lloran;
arrasad el albedrío de los mansos;
las lenguas que suplican
y el corazón de los que aman.
¡Sólo vuestro implacable afán de partir es digno de la existencia
y de la muerte! ¡Sólo es grande partir!