viernes, 14 de enero de 2011

RESURRECCION DE PROMETEO de Germán Pardo García

RESURRECCION DE PROMETEO


Yo, el más árido y tenaz explorador del Universo,
estoy firme otra vez sobre la Tierra.
El más sombrío retador de la Divinidad.
Mi solitario espíritu astronauta,
convocado por fuegos dementes,
vuelve a sentir un vértigo de números
arrebatados hacia el infinito
por delirantes armonías,
y mi cuerpo, cual vertical vara de piedra,
en las cristalizaciones de sus puntas
de nuevo hace crecer antinatural rosa de sangre,
alimentada por silencioso desamor
y sostenida en el espacio
por tempestades y contravientos del abismo.

Cuando todavía el mar genitor no llenábase
con bloques de amargura acumulados por el Tiempo
sobre caliginosas rompientes blanquecinas,
ni con sodios desprendidos
de las cenizas y cadáveres;
antes que las raíces alcanzaran
su mayor calibre de arterias expansivas,
ya mis ojos habíanse elevado
con ansiedad a las estrellas,
sepultadas como espinas de coral
en desiertos de inmóviles lagunas.

Caótico poder amenazaba
más allá de la luz y de la sombra,
y un misterioso mundo en formación, ante mi espíritu
erguía su monstruosa adolescencia;
sus lentos vertebrados y anémonas acuáticas;
sus árboles carnívoros; sus ávidas serpientes y rápidos vampiros,
mientras rojos electrones liberados por el impulso
de cáusticas espadas,
estremecían los cimientos de mi estirpe.

A lo lejos un volcán
disparaba con fragor sus átomos plutónicos.
Más lejos otro volcán y a la distancia otro volcán
mirábanse surgir.
Después un gran diluvio y otro despótico diluvio
y una invasión inmensa del mar y otro diluvio,
convertían los suelos en sarcófagos
de verdes brontosaurios y bisontes.

Sentí en mi cuerpo la crueldad de la naturaleza
y la impiedad de lo eterno en el espíritu.
Vi cruzar un relámpago y después otro relámpago
y un trueno resonó como una bestia fúnebre
que galopara detrás de otro relámpago,
 incitándome a la conquista
de las alturas y del fuego,
y en pie sobre telúricas corazas
levanté mi señal de insurrección.

Yo fui el primer caudillo de la tierra;
su primer capitán contra los cielos;
el primer potro enloquecido
de pavor en la noche sagitaria;
el primer río amotinado desbordándose;
la primitiva mano que sostuvo
cadenas de partidos eslabones,
y el primer atormentado agitador
de huracanadas multitudes.

Buitres enormes como negros arcángeles de odio
sometieron mi entraña a su castigo.
Comenzó mi dolor al mismo tiempo
que un mundo de lo trágico nacía.
Mi dolor principió con las edades
primarias de los seres y la tierra,
y más allá.
Desde entonces amé la oscuridad y las batallas
con potencias que subyugan y destruyen,
y alcé mi propia tempestad
contra el sosiego de la sangre
que fluye hacia la muerte sin angustia.

Morí, quizá, pero mi destrucción no fue ese baldío horizonte
donde las cosas son nada más imaginarias
y aún sin el matiz apenas celular de tantas formas en embrión
que esperan el asalto de la vida:
liqúenes adheridos con avidez a las altas rocas
como atributos leves de purísimas nubes,
de penúltimos vientos;
o esos moluscos pequeñísimos
que flotan sonámbulamente,
perdidos entre la falsa luz y el acre bosque
de sumergido y sedentario oscuro mar.

Morí, quizá, y lo inerte mío sepultándose
fue cual viga de roble
que se hunde en las escarpaduras geológicas
a rudos golpes de martillo.
Así fue mi muerte, ¡oh, débiles que lloráis
al pie de los sepulcros,
olvidando que son calderas
de sordas energías,
y broncos, avasalladores monumentos
blindados con yertas planchas
de vigorosa cal!

Así fue mi destrucción: ultraje de celestes llamas
a troncos de violentos combustibles,
y a solidez de cósmicos metales
asedio de temperaturas infinitas.
Manos incandescentes le dieron a mi cuerpo
resplandor de coléricas antorchas,
y chispas a las cisternas de los ojos,
parecidos a la combustión del acetileno
cuando funde paredes siderúrgicas.

La muerte me dio toda su potencia de sonidos concéntricos
y la poderosa tierra interior su savia aglutinante.
Ese es el hondo enigma de la tierra y de 1.a muerte:
unir cosas dispersas con firmes ligaduras;
dar a sanguíneos árboles una sola vegetación solemne;
convertir en quietismo la rapidez:
en misterio la voz;
y la suprema claridad
en atmósferas de profunda contraluz.

Desencarnó mi espíritu y sus sienes
ardieron como selvas habitadas
por águilas logarítmicas que llevan
soles azules en las garras
y elípticas en sus plumas directrices.
Viajé sobre sus sueños absolutos
escuchando el crepitar de cúmulos gigantes,
la aceleración de cifras fotométricas
y el crecimiento de telescópicos guarismos,
hasta caer aniquilado
por tanta inmensidad.
¡Oh, sienes mías calcinadas
estérilmente por los astros!
¡Oh, hermosura de fuerzas destructoras!
¡Oh, mundos matemáticos vacíos!

¿Veis esas rocas ásperas,
catafalcos imprecatorios
colocados por la naturaleza
sobre las cúspides del mundo,
para alojar cenizas de luceros
por choques formidables destruidos?

Ese fue mi sepulcro. En las penumbras
me asistían tormentas y huracanes,
con su voz de criaturas del espacio
desoladas por lúgubres conflictos.
Desde arriba exploraba con el trágico
sentido de las cosas y los muertos,
los combates de rocas inferiores
buscando su final infraestructura;
los gritos de los pueblos y el estrago
de tanta destrucción que solamente
se palpa entre las sombras del sepulcro.

Todavía en memoria de mi cuerpo;
de mi sed ante el mar acumulada;
del acerado anillo que toleran
mis sienes hace siglos y descubre
mi oscura jerarquía entre los mártires,
candente inflorescencia antropomorfa,
en el desierto cenotafio
parece desangrar.

Abandoné silencios y sudarios
y estoy firme otra vez sobre la Tierra.
Mis manos astrofísicas, ya prontas
a levantar pesados materiales,
en el centro de fábricas obreras
impulsan las palancas y motores.
Mi pecho es de metal acorazado.
Mis hombros guarnecidos con escamas
unidas por violentas soldaduras.
Mis pies están calzados con defensas
manchadas de cemento y de petróleo.
Buscadme entre las grandes multitudes.
En el dolor do las naciones
y en la agonía de las razas.
Podréis reconocerme por mi estirpe.
Mi estatura es la misma de los púgiles.
En la cara conservo la rudeza
de suelos y peñascos resistentes
que no logran partir los terremotos,
y una vara de hierro me confiere,
con su brillo de cetro proletario,
dinastía dinámica en el mundo
y fuerza ante la angustia de los hombres.

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