martes, 7 de febrero de 2012

CLAMOR ANTE EDGAR POE de Germán Pardo García

CLAMOR ANTE EDGAR POE
                               A Eduardo Mendoza Varela


IRIS de las Tinieblas,
tizón azulísimo:
como el caudal de sucio lago
que adelgaza mientras lunar eclipse
descontorna los montes,
fluye hacia ti el torrente de mi culpa.
Pequé contra la sangre misma
contra el cuerpo de la mujer y la hermosura del hombre,
y mi lacra fue cual diamante rojo
en sombrías cavernas de dolor irradiando.
Tú, que te viste emparedar contra el rincón del ludibrio;
tú, bebedor de vinagre en las fúnebres tascas,
a mí, desertor de liturgias
que elevan entre la noche, cual una barca virgen,
sus mástiles y cánticos,
me escuchas porque arrastraste una cruz de mostos
y de murciélagos oscurísimos,
de suburbio en suburbio,
 de taberna en taberna.
Pequé con todo el vigor de mi bajísima culpa
y los golpes que doy sobre mi costado,
como en la piel de un tambor cavernoso resuenan.
Pero ¿qué es el Pecado sino un trance divino?
Tu oír de buzo terrestre
percibe el nocturno escándalo
de mi angustia batiendo a somatén,
y el demente murmullo de mis olas.
Me oyes clamar cual un monótono batracio
morador de lagunas y cardones,
y escuchas el responso que te envían
por mi espíritu,
luciérnagas que fulgen como antorchas
en el funeral de mi carne insepulta.
Apiádate de mí, tú que llevaste el corazón de Ligeia
amortajado en tules verdes,
por un jardín de mariposas grises
labrando un féretro escarlata,
y hacia un erial de escarabajos de oro.
Déjame saturar tus pies heridos
con raíces y tallos de llantén,
y permíteme colocar sobre tus sienes
con mi sabiduría herbaria,
cogollos de ranúnculos en flor.
Titán de la Amargura,
de las alcohólicas espinas
y el brindis con salmuera fermentada:
refúgiame en la fronda de tu pelo
como en los musgos de una selva triste
donde florecen águilas bellísimas.
Lávame el pus que balda mi sueño
con el vellón de tu inocencia impura,
y haz que ese cuervo tuyo, paladín de catástrofes,
los continentes de mis ojos coma.

Pequé y la acritud de mi ultraje,
como un espectro submarino
y entre el fragor de impúdicas tormentas,
 surge por fin a bordo de mi alma.
Si es necesario, de tu copa inicua
yo libaré residuos nauseabundos
y sedimentos humillantes,
hasta agotar las pústulas del fondo.
Y si es preciso con mis pies de cobre
recordaré el tránsito de los tuyos,
claudicantes como de oruga ciega
perdiéndose en satánicas mazmorras.

A ti llego, reptante sobre las agujas
de un nocturno Sahara que mi piel galvaniza.
A ti, Laurel del Verbo Electrizante
y el rostro de constelación atormentada.
Recíbeme en tu hospital, oliente a estiércol de
                                                            [moribundos
y a vómitos y harapos de beodos.
Te busco en los clandestinos lupanares de Brooklyn;
al pie de una muralla con blasfemias en inglés
y figuras de sexos encendidos
y labios iracundos asediándoles.
Franquéame tus puertas de Maldito.
Mi error no es de esas culpas que la Misericordia lava,
sino de los que incinera la furia del Infierno.
A ti, custodio de miserables escalones
que van a los tugurios de la sed
y a un valle de frenéticos gorilas,
a ti voy mientras alzas tu cáliz de cicuta en los puños
y te bebes tu sangre acusadora.
Ante ti me prosterno porque fuiste
sostén de iluminados suplicantes;
asilo de los tránsfugas nocturnos
y hogar de los proclives y dipsómanos,
y anúdome a tus piernas, en su embriaguez seguras,
y al vértigo de tu delirium tremens,
y te imploro: ¡Perdóname,
oh Precursor de un ebrio Anticristo!
que a un sepulcro de brandy te desplomas,
clamando: ¡Reynolds,
Reynolds,
Reynolds!, desesperadamente;
bajo el sudor de mancillados linos
y camisas de fuerza estrangulándote,
para resucitar de entre los muertos,
vestido con la maravillosa túnica
de tu alucinación vesánica.

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